Si usted es penquista (o ha
estado en la zona el tiempo necesario para saber que una “pastilla” puede ser un dulce o golosina), coincidirá conmigo en que Concepción es una ciudad donde abundan las
rarezas. Si no es así, considere nuestro particular clima pseudo-tropical; el
río del que tanto hablamos y nos enorgullecemos, pero que nunca vemos; la
curiosa cercanía entre Lautaro y Pedro de Valdivia en plena Plaza de la
Independencia; las “tulipas”… (Para lo último, creo que no se necesita mayor
explicación). Y, entre tanta rareza junta, no es difícil vislumbrar que el verano en Concepción
también presenta rasgos bastante cuáticos,
que nos demuestran que #TropiConce no se toma vacaciones.
Personalmente,
creo que el verdadero verano comienza la
semana posterior al Año Nuevo, bordeando la mitad del mes de enero, ya que
es allí cuando se juntan las vacaciones de la mayoría de los trabajadores con
el término de las actividades universitarias. Desde ese entonces, y hasta la última semana de febrero, el día a día penquista parece ser como un
clásico domingo por la tarde, lo que algunos catalogan comprensiblemente
como algo fome. Por supuesto, en una temporada plagada de imágenes de
sol, playas, mar y diversión, un paseo por Barros Arana o en una UdeC casi
vacía no parecen panoramas muy estimulantes. Es allí donde aparecen las visitas a los malls, o, si se tiene más presupuesto, a las playas de la zona (principalmente para comer, a menos que sea valiente y pueda soportar nuestro gélido mar).